El domingo 28 fue uno de esos días memorables que no se olvidan: por primera vez ejercí mi deber y mi derecho de ciudadana, de elegir a sus representantes y, lo mejor de todo, es que fui a votar acompañada por el Profe.
Esa mañana, luego de darnos un baño caliente, ver las noticias del momento y tomarnos un rico desayuno, nos fuimos en el colectivo que nos dejaba más cerca, hasta el colegio que me había sido asignado para votar y que queda a pocas cuadras de mi casa. Como yo, él estaba muy emocionado de poder acompañarme en ese momento tan importante y significativo de mi vida.
Entramos al establecimiento, dimos una mirada al lugar hasta ubicar la mesa donde debíamos formar fila y nos dispusimos a esperar a que me llegara el turno, mientras el Profe me explicaba cómo debía emitirse el voto. Detrás de nosotros, una mujer joven no paraba de hablar por su teléfono celular, haciéndonos partícipes de su conversación acerca de temas personales, privados y hasta íntimos con su interlocutora que, por lo que pudimos deducir, podía ser la hermana, la prima o una amiga. Tengo que aclarar que el Profe tiene una peculiar aversión por los teléfonos celulares y, en especial, por las personas que hablan y ventilan sus asuntos delante de todos, como si estuvieran a solas en el living de su casa.
La fila correspondiente a la mesa donde yo debía votar era la más larga de todas y, quizás porque el único hombre era él, cada dos por tres se nos acercaba una mujer para preguntarle adónde estaba la mesa número tal, o si esa cola era la de los apellidos que comenzaban con las letras que iban de la P a la V. El colmo fue una señora mayor que le preguntó si esa era la cola de la letra Z, haciendo gala de un desconocimiento total acerca de la forma en que se vota, como si nunca antes lo hubiera hecho pese a su edad.
El Profe me miró primero a mí y después a la señora y en sus ojitos pude leer con claridad que estaba por mandarse una de las de las suyas.
–Señora, se vota por número de mesa –le dijo.
–¿Pero ésta cola es de la letra Z? –insistió la mujer, como si tuviera serios problemas de comprensión.
–Mhh-hh... A ver cómo se lo explico... –contestó él–. Tiene que consultar el padrón, señora.
–Mjm... ¿Y adónde están los padrones? –la señora no se daba por vencida.
–¿Ve aquel pasillo?
–Mjm...
–Bueno, si sigue por allá, va a encontrar los padrones en la pared... –le dijo el Profe, señalándole un pasillo–. Ahí va a poder encontrar la mesa en la que le toca votar.
La señora, sin darle las gracias, se marchó hacia donde él le había dicho.
–Papi...
–¿Mhhh-hh?
–¿Cómo sabés que los padrones están ahí?
–La verdad, no tengo ni idea, Loli.
–¿Qué? ¿No están ahí?
–No sé.
–¿Y por qué la mandaste ahí?
–Para sacármela de encima, Loli. Me fastidia que todas las señoras me vean cara de portero y me pregunten a mí.
–Jajaj... –no pude evitar soltar la carcajada–. ¿Y adónde la mandaste? Jajaj
–Ni la menor idea, Princesita –me contestó, con esa sonrisa traviesa que yo le conozco.
Creo que por la emoción de acompañarme a votar por primera vez, la joven que seguía contándole su vida privada en voz alta por celular a quien sea que fuere que la escuchaba, todas las mujeres que lo tomaron por el portero, y la cola, que iba medio lenta, terminaron por ponerlo un poco ansioso. Y cuando al Profe le da la ansiedad-mal, le dan ganas de fumar –debo reconocer que está haciendo un esfuerzo considerable para dejar el cigarrillo–, por lo que me dijo:
–Loli…
–¿Qué, mi vida?
–¿Vos tenés chicles?
–Mmmm… no. ¿Por qué?
–Preguntaba, nomás.
–¿Y vos desde cuándo comés chicles, papi?
–No mastico chicles, Loli. Pero es que como estoy muy emocionado por este momento, me dan ganas de fumarme un cigarrillo... –dijo, y antes que yo pudiera empezar a regañarlo, agregó: –Y no creo que quieras dármelos.
–Mi vida, ya te fumaste el de la mañana, y sabés que no quiero que fumes porque te hace mal a la salud –le dije, apretando las manos sobre mi bolsito-cartera, donde yo los tenía guardados después de confiscárselos.
–Bueno, por eso, entonces prefiero un chicle.
Pensé en salir a comprarlos afuera, pero en un costado del patio del colegio estaba abierto el kiosco del colegio.
–A ver, esperá, allá hay un kiosquito. Voy a ver si tienen. Vos, quedate acá en la fila, ¿sí?
–Sipi.
El kiosco tenía golosinas, así que regresé un minuto después con una cajita de chicles sin azúcar de esos que promocionan que ayudan a fortalecer y blanquear los dientes. Le di dos cuadraditos a él y yo me comí el resto, porque me encantan.
No pasaron ni diez minutos, cuando en determinado momento lo miré y vi que estaba metiéndose el dedo en la boca, como si estuviera hurgando en su interior. Parecía un chico, que con la boca abierta y el dedo índice rascando, intentaba quitarse algo pegado en el paladar.
–¡Papiiiiii!
–¿Mmmhhh-hh?
–¿Qué hacés?
–Mmhh... –me dijo, sin sacarse el dedo de la boca y sin importarle la gente que lo miraba–. ¿E dah uenta pohé unca omo shijle? –qué gracioso cómo hablaba.
–¡Uy, papi! ¡Me hubieras dicho que te pasaba esto!
–Mhhh-hh... ji...
–Bueno, ahora disimulá un poco para que no te mire tanto la gente...
–le estaba diciendo cuando se sacó el dedo de la boca con el chicle masticado.
–Shá stá... –me dijo, sonriente y empezó a mirar para todos lados.
–¡Pappppiiii!
–¿Qué pasa, Loli? –me preguntó, sin dejar de amasar el chicle entre los dedos, haciendo una bolita
–¿Qué hacés con el chicle?
–Estoy buscando un cesto de desperdicios para no tirarlo en el piso, mi vida, pero no veo ninguno –dijo–. Me fastidia pisar chicles masticados, así que no le voy a hacerle a otro lo que a mí no me gusta.
Así es él. Esa forma de ser y de razonar, es la que me cautiva.
Como una media hora después, me llegó el turno. Entregué mi documento, lo verificaron, me dieron el sobre y entré en el cuarto oscuro. Cuando salí, con una sonrisa de oreja a oreja, lo busqué con la mirada, emocionada. Se había acercado a la mesa y me sonreía. Me firmaron y sellaron el DNI, saludé a los miembros de la mesa y me fui hacia donde él estaba esperando, con mi bolsito-cartera colgado de su hombro.
Lo tomé de la mano y le dije:
–¡Qué feliz me siento, Papi! ¡Cómo me gusta que hayas estado conmigo este día!
Me sonrío, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla.
–¿Ya encontraste adónde tirar el chicle? –le pregunté, cuando salíamos.
–Shi... Ahí –me contestó, señalándome un cesto de basura.
–Bueno, ahora vamos a mi casa, así podés limpiarte esos dientes pegoteados...
–Mhh-hh...
–Además ya es casi la una, y mi papá debe de estar esperándonos con el asadito...
–Sí, Loli. Tu primera votación y este hermoso día, merece el asadito que preparó tu papá.
Salimos del colegio hacia mi casa, y me acuerdo haber pensado que si hace dos años alguien me hubiera dicho que el día de depositar mi primer voto iba a ser así, le hubiera preguntado con qué se había emborrachado.
¡En fin! Sorpresas que nos da la vida.
Lolita